sábado, 9 de julio de 2011

Fragmento


   Camino por la playa y llego al muelle, y también camino por el muelle. Las barcas se dejan mecer por las pequeñas olas de hermosos encajes. El mar respira sin dificultad, se deja poseer por la luna y guarda sus cuchillos lejos de mi mirada de suicida. La paz está servida en una fuente de cristal tallado y dejo que mi corazón se sirva los platos que quiera. Me voy serenando, reconfortando, y los astros agradecen que cese en mi eterno insistir. Me miman y alimentan con leche boreal; ahora que no hago preguntas son más justos, justos conmigo y justos con ellos mismos. Soy el hijo pródigo que vuelve a pacer con el resto del rebaño. 

   Un vagabundo llega y se sienta a mi lado. No dice nada ni espera nada de mí; no quiere limosna y tampoco le importa si le acaricio con la mirada. Le basta mi presencia; nota el calor de mi corazón, mi dolor, a través de ese conducto apenas perceptible que brota del silencio.

   Me ofrece un cigarrillo y yo lo tomo y sonrío, y entonces lo miro a la cara y le doy las gracias y le pido perdón por todos los ministros de la tierra.

   Fumamos en silencio, apenas notando la procesión de estrellas que ha venido a saludarnos.

   Y hablamos de barcas y de barcos y compartimos otro cigarrillo; y hablamos de caminos que existieron sobre las aguas y de una ciudad y un puerto y una casa y una familia y una botella de ginebra. Hablamos durante horas mientras yo me guardo las lágrimas en el armario de mi alma y digo "sí" o digo "no" y me convierto en volutas de humo y monosílabos mientras intento deshacer, con dedos torpes, el enredado nudo que aprieta mi garganta.

¡No! Es imposible. La paz no existe para mí. La guerra es demasiado evidente. Los tambores resuenan demasiado cerca. La sangre está en mis zapatos.

© Alejandro Frías

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