sábado, 22 de septiembre de 2018

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ganador X Certamen de Novela «Ciudad De Almería» . . . . . . . . . . . . .


      
                                                                             Capítulo I


 He de decir, a modo de preámbulo, que mi nombre es Kieran, nombre que, según me hizo saber un hombre ilustrado con quien llegué a mantener cierta relación hace unos años, significa negro, oscuro de piel. Siendo así, probablemente ese nombre me fue dado debido al color de mis cabellos. O puede que solo fuera merced al ambiente tenebroso que imperaba en la celda en que crecí. Lo cierto es que ese es el nombre que mis tres madres eligieron para mí. Una de ellas era Doreen, mi verdadera madre biológica; y las otras dos, a quienes yo llamaba tía Julia y tía Margaret, eran sus compañeras de celda. Las tres se ocuparon por igual, no de mi educación, pues eso era algo de lo que ellas mismas carecían, pero sí de velar por mí con la misma dedicación que cualquier madre habría puesto en el cuidado de su hijo. A las tres les estoy agradecido, ya que sin la tutela de cada una de ellas difícilmente habría llegado a ser el hombre que ahora soy.



   Asimismo, debo añadir que a día de hoy tengo la edad de veintisiete años y que si la salud y la buena fortuna me acompañan, aún deberían de faltarle muchas páginas a la serie de episodios que me dispongo a narrar. Cierto es que soy aún un hombre joven y que el hecho de querer dejar constancia por escrito de ciertos sucesos acaecidos durante tan breve biografía bien pudiera parecer pretencioso. Y sé que además no ha de faltar quien piense que tal propósito sobrepasa los límites de la osadía, mas solo un necio podría pensar que la edad de un hombre únicamente puede medirse por el tiempo que ha transcurrido desde su llegada a este mundo.



   Mi recuerdo más lejano se remonta a cuando tenía la edad de dos años. Sentada sobre el frío lecho, tía Margaret me acunaba en su regazo mientras entonaba una dulce canción cuyo estribillo hablaba de dioses benévolos y estrellas fugaces. Dioses que jamás llegué a conocer y estrellas, fugaces o no, que tuve la oportunidad de contemplar por vez primera cuando ya mi niñez se había desgajado de mí del mismo modo que el barro se disuelve sobre la piel bajo la intensidad de un aguacero.

   Pero no fue, la contemplación de un cielo estrellado, el único prodigio de que se vieron privados mis ojos durante mis primeros años de vida. Años que transcurrieron entre tinieblas, como si esos dioses ignotos hubiesen desplegado ante mí una densa cortina y esta me hubiese impedido percibir las formas y colores de todo cuanto había al otro lado, más allá de los muros de la celda que me vio nacer.

   Tuve una infancia sin dioses en quienes depositar la más leve esperanza, ni astros luminosos que acompañaran mis días al amparo de su luz y su calor, y sin otro horizonte que el del ambiente sombrío que se respiraba en la mazmorra. Una infancia sin árboles, ni ríos, ni montañas. Infancia durante la cual jamás pude contemplar los campos de amapolas que hay a las afueras de la ciudad de Meerway, ni tampoco las vastas alamedas de la zona más occidental del bosque de Grimwood. Ni las extensas praderas que hay en el norte de la baronía de Osttenburg, a los pies de la villa de Northinch, cuyas torres desgarran sus cielos grises y parecen custodiar a los grandes rebaños de cabras y de ovejas que pacen por doquier al otro lado de sus murallas. Nada más allá de la perpetua oscuridad de la mazmorra, del regazo de tía Margaret y de aquella dulce melodía flotando en el ambiente maloliente y húmedo de la celda, reptando por entre las grietas de sus muros de piedra y usurpándole a la noche su funesto silencio.

   A veces, desde sus respectivos camastros, mi madre y tía Julia unían sus voces a la de la propia tía Margaret y juntas componían un coro cuyo eco se propagaba más allá de la celda y recorría las galerías de piedra, desatando los vientos de la nostalgia en la memoria de aquellos que permanecían recluidos en las celdas adyacentes. En ocasiones, ese mismo eco nos devolvía además un rumor que parecía proceder de algunas de esas celdas, algo parecido a un murmullo, susurrado por aquellos que habían sumado su voz a la de los tristes acordes que emanaban de la nuestra. Llegaba a nuestros oídos como un canto lejano, una protesta inútil que parecía querer reivindicar el sueño nunca desechado de recuperar la libertad que un día les había sido arrebatada.

   Tía Margaret me acunaba en su regazo y cantaba, sepultando mi cuerpo menudo bajo sus enormes ubres de vaca, proporcionándome toda la seguridad y el calor de que carecía el ambiente húmedo de la celda. Yo era aún demasiado joven para comprender el significado de las palabras que brotaban de sus labios, pero el tono dulce de su voz me apaciguaba y me arrastraba hacia el sueño como arrastra la corriente un pedazo de madera flotando en un río de aguas torrenciales. Era una mujer obesa, de piernas y brazos rollizos. Tenía unos grandes ojos negros y una abundante cabellera ondulada de ese mismo color.

   Tiempo atrás, cuando era niña y aún gozaba de la libertad, su madre se ganaba la vida ejerciendo como curandera en la pequeña ciudad de Stromheld, donde vivían, hasta que cierto día fue acusada de hechicería por la Inquisición, denuncia que finalmente acabó por dar con sus huesos en la hoguera. Ese mismo día tía Margaret fue recluida en las mazmorras de la prisión de Meerway, condenada a pasar en una celda el resto de sus días, ya que según los tribunales eclesiásticos, cualquier descendiente directo de todo aquel que hubiere sido hallado culpable de llevar a cabo prácticas de brujería o hechicería, era también portador de sus mismos instintos malignos, susceptible por tanto de reincidir en sus mismos hábitos perniciosos, por lo que debía ser igualmente contemplado como hereje y por consiguiente, castigado como tal.

   Pero no había nada en su actitud ni en su conducta susceptible de inducir a nadie a pensar que tía Margaret fuese una mujer perversa. Y menos aún acreedora de la condena a que fue sentenciada. Era una mujer dulce y afectuosa, que siempre estaba de buen humor, a pesar de las penalidades que sufríamos en nuestra reclusión y de la que jamás llegué a escuchar, en todos los años que compartimos en aquella celda, una sola queja concerniente a su condición de reclusa. Jamás dejó escapar un lamento, ni la más leve protesta que hiciera alusión a la suerte que le había tocado vivir.


   Otras veces, el papel de madre era desempeñado por tía Julia y era ella quien se encargaba de transportarme a los brazos de Morfeo. A diferencia de tía Margaret, tía Julia era delgada, tanto que mientras me arrullaba yo podía escuchar los latidos de su corazón: un eco acompasado y monótono que parecía marcar el ritmo de la melodía que escapaba de sus labios, como el cadencioso tan tan de un tambor que estuviera alojado en su pecho. No tenía los brazos rollizos de tía Margaret, ni poseía sus colosales ubres, ni el olor a la par dulce y agrio que emanaba de su piel, pero yo notaba su calor por igual. Era una mujer optimista por naturaleza, que nunca se rendía ante la adversidad y que siempre trataba de hacer cuanto estuviera en su mano para que los demás tampoco lo hicieran. También era sumamente locuaz, parlanchina y dicharachera y muy a menudo deslenguada, como correspondía a alguien que había crecido en el arroyo. No había sido sentenciada de por vida, como mi madre o tía Margaret y la duración de su condena se reducía a un número indeterminado de años, número que dependía de algo tan ambiguo como su comportamiento en prisión o la buena disposición del juez que la había condenado.

   Antes de ingresar en prisión, cuando era una mujer libre, se ganaba la vida ejerciendo como meretriz en uno de los burdeles de la ciudad de Meerway. Sus clientes más habituales solían ser hombres de baja ralea que acudían al burdel en busca de un poco de consuelo con que compensar las penurias de sus míseras existencias. Entre ellos se contaban campesinos, mercaderes, soldados, mercenarios y todo tipo de delincuentes de poca monta. Pero de tanto en tanto acudía también al burdel algún que otro hombre distinguido: un médico, un arquitecto o un caballero. Y a veces también un noble o algún personaje ilustre de la corte. Fue uno de estos últimos quien puso la denuncia por la cual acabaría poco después recluida en las mazmorras de la prisión de Meerway.

   El personaje en cuestión era un noble emparentado con el propio conde de Meerlan, que aquel día estaba de paso por la ciudad y tuvo a bien visitar uno de sus burdeles, para animarse después a subir a uno de sus aposentos a fin de desfogarse con alguna de las meretrices que ejercían en él. Quiso el destino que los caminos de ese hombre y de tía Julia se cruzaran esa noche. Y quiso también que él cayera en un profundo sueño tras haber consumado el intercambio carnal. Llevada por la codicia, tía Julia sustrajo la bolsa del jubón que descansaba a los pies de la cama, examinó su contenido, repleto de monedas de oro y plata y decidió apropiarse de él, para salir después huyendo furtivamente del burdel.

   Mas no llegó muy lejos, ya que al día siguiente sería arrestada cuando abandonaba la ciudad a lomos de una vieja mula. El hombre que la denunció, el mismo con quien había yacido la noche anterior, la reconoció ante la Justicia y se ocupó personalmente de que fuera condenada a una pena proporcional al crimen que había cometido.


   Mi madre, Doreen, también era culpable del delito por el cual había sido recluida. Antes de ingresar en prisión, ella y mi padre, a quien no tuve la dicha de conocer, vivían en una pequeña granja situada a las afueras de la Vega de Kirich, no demasiado lejos del castillo de Sonneland, en la baronía de Osttenburg. Mi madre se ocupaba de los quehaceres más sencillos de la granja, como el de dar de comer a los animales o limpiar los estercoleros, así como de realizar las tareas domésticas propias de su condición de esposa. Mi padre, por su parte, se levantaba con los primeros rayos de sol y luego se dirigía al pequeño huerto que poseían en las inmediaciones de la granja, de donde no regresaba hasta la hora del almuerzo.

   Un día de finales de verano, cuando ya los manzanos habían decorado sus ramas con los primeros frutos, se presentó en la granja, a lomos de un caballo, un emisario que venía del castillo de Meerlan y que afirmaba ser portador de un mensaje cuyo destinatario era el propio barón de Osttenburg.

   Mi madre, que en ese momento estaba dando de comer a los cerdos, lo vio acercarse desde el vano de la puerta de la porqueriza. El día era extremadamente caluroso y tanto el hombre como su montura venían cubiertos de sudor y polvo del camino. Tras un breve intercambio de palabras, mi madre entró en la casa y poco después reapareció trayendo una jarra entre las manos, que luego llenó de agua en el pozo que había en la parte trasera. El hombre bebió con avidez y luego se llevó la mano a la cabeza, agradeciendo con ese gesto el favor que ella le había otorgado.

   Sin más dilación, el desconocido subió de nuevo a su caballo y mi madre permaneció un momento junto a la puerta de la casa, observando cómo se alejaba por el camino que serpenteaba hacia el norte en dirección al castillo. Poco después volvió a entrar en la casa, depositó la jarra sobre un viejo estante de madera y se puso a ordenar unas vasijas que había sobre él.

   En eso estaba cuando de repente escuchó el sonido de unos pasos a su espalda. Sobresaltada, dejó caer al suelo la vasija que tenía entre las manos, y antes de que pudiera reaccionar se encontró cara a cara con el mismo hombre a quien poco antes había dado de beber. Sus miradas se cruzaron apenas un instante, veloz como un parpadeo y vertiginoso como un salto al vacío, pero suficiente para que ella advirtiera el arrebato del deseo reflejado en sus ojos. Había, en esa mirada, una espiral de fuego colmada de violencia y de lujuria. Y presintió, además, que nada lo haría detenerse, que suplicar no serviría de nada y que nadie podría disuadirlo de cometer el crimen que lo había llevado a volver a la granja.

   Mi padre estaba recogiendo unas manzanas cuando vio al jinete cruzar los límites de la granja. Al principio, supuso que se trataba de alguien que debía de dirigirse a la Vega de Kirich, o quizá al castillo de Sonneland. Pensó que tal vez se habría extraviado, como ya había ocurrido en más de una ocasión y que lo más probable era que hubiese entrado en su propiedad con objeto de preguntar por la ubicación de alguno de los caminos que conducían a uno de esos lugares, así que continuó con lo que estaba haciendo y no le prestó más atención.

   Luego lo vio alejarse y poco después volvió a verlo aparecer por el camino, hecho que esta vez sí despertó en él cierta curiosidad. Tal vez Doreen le había dado alguna información errónea, pensó, o quizá simplemente no hubiera sabido explicarse. Así que depositó al pie de un árbol el cesto con las manzanas que había recogido y se encaminó hacia la casa, dispuesto a contestar a cuantas preguntas tuviera a bien hacerle aquel desconocido.

   Lo primero que advirtió, una vez que hubo entrado en la vivienda, fueron los gritos de terror. Gritos que procedían de la parte trasera y que lo alarmaron de tal modo que se dirigió hacia allí precipitadamente. Mi madre se hallaba tendida en el suelo, forcejeando con aquel desconocido, que estaba inclinado sobre ella, con una mano reptando bajo sus ropas y la otra cerrada alrededor de su garganta. Poseído por la furia, se abalanzó sobre él para tratar de reducirlo. El desconocido se desentendió de mi madre y se encaró con él, lo cual desencadenó un enfrentamiento entre ambos. Mi padre era un hombre fuerte, acostumbrado a los rigores del trabajo en el campo, pero el forastero era un hombre de armas, diestro en el manejo de estas y entrenado para el combate, lo cual le otorgaba una gran ventaja. Aun así, hubo un momento en que consiguió derribarlo y en el que a punto estuvo de someterlo, algo que probablemente habría sucedido si no hubiese sido porque inmediatamente tras ese lance, el forastero, viéndose acorralado, desenfundó su espada y le atravesó con ella el pecho. Mi padre se desplomó herido de muerte.

   Mi madre, que había presenciado horrorizada el sangriento desenlace, se arrojó a sus pies para ver cómo se le escapa el último aliento. Y presa de la ira, saltó como un resorte y tras arrebatarle a su asesino la espada de las manos, le asestó una estocada que acabó con su vida.

   Hubieron de pasar muchos días antes de que mi madre hiciera acopio del coraje necesario para relatarme parte de esos hechos. Días que se sucedían inexorablemente entre las cuatro paredes de la celda, mientras el aire húmedo y frío penetraba en nuestros huesos y hacía estragos en sus articulaciones. Días carentes de esperanza, en los que no había nada que hacer. Nada que no fuera dejar transcurrir el tiempo, mientras tía Margaret o tía Julia, y a veces también mi propia madre, se entregaban al recuerdo de una existencia vivida en otro lugar y en otra época, lejos de las tinieblas que envolvían la mazmorra. A veces, alguna de ellas se deleitaba rememorando algún suceso del pasado o alguna simple anécdota, mientras las otras dos asentían y suspiraban, trasladándose a su vez en el tiempo hacia los rescoldos de lo que habían sido sus vidas antes de ingresar en la prisión. Otras veces, fantaseaban imaginando en voz alta el tipo de cosas que habrían podido estar haciendo en ese mismo momento, siempre y cuando el destino hubiese obrado en sus vidas de modo diferente. Yo escuchaba todo cuanto ellas decían lleno de curiosidad, con las orejas bien abiertas y la mente en ebullición, aunque a veces mi mente infantil no era capaz de seguir el rumbo de la conversación.

   Después, cuando caía la noche –otra de esas palabras cuyo significado ignoraba, ya que nunca había visto un amanecer o una puesta de sol-, una de ellas me acunaba en su regazo y cantaba, mientras las otras dos la secundaban, veladas por la luz y el calor de la antorcha, bosquejando en sus corazones una ilusión transitoria, obnubilando sus mentes y dibujando en ellas la imagen ficticia de un hogar.

   Pero huelga decir que las condiciones en las que malvivíamos en aquella celda distaban mucho de semejarse a las comodidades y el calor proporcionados por un verdadero hogar. La mazmorra en que estábamos recluidos estaba compuesta de una serie de intrincadas galerías subterráneas que se extendían por el subsuelo de la ciudad de Meerway. Las celdas de las mujeres, en una de las cuales transcurrieron los primeros diez años de mi existencia, eran las que se hallaban en las galerías más próximas a la entrada de la mazmorra; estando ubicadas, las de los hombres, en el lugar más alejado de esta. Eran espacios reducidos, de apenas unos pocos pasos entre una pared y otra, separadas de la galería por una reja compuesta de gruesos barrotes de hierro. En su interior no había ninguna clase de mobiliario, a excepción de unos lechos de piedra destinados al descanso de los presos y cubiertos con un poco de paja a modo de jergón. En un rincón había un pequeño orificio en el suelo que hacía las veces de letrina y sujeta a una argolla de hierro en la pared, una antorcha iluminaba las tinieblas y dotaba de algo de calor al ambiente de desolación que predominaba en la celda.

   En una de esas celdas nací yo, siete meses y catorce días después de que mi madre fuera encerrada en ella de por vida. Y vine al mundo sin verter una lágrima, sin una sola protesta, ignorante a todo cuanto el destino tenía deparado para mí.

   Fue un parto fácil, presenciado únicamente por las compañeras de celda de mi madre, tía Julia y tía Margaret, quienes la asistieron durante el transcurso del mismo. Lo primero que vieron mis ojos tras abandonar la seguridad y el calor del vientre materno, fue la sonrisa afable de tía Margaret, quien inmediatamente después de tomarme en sus brazos, me asió por las axilas y acercó mi cuerpo menudo a la luz de la antorcha.

   -¡Es un niño! –exclamó con una sonrisa que nadie, ni mi madre ni tía Julia, ni mucho menos mi mente de recién nacido, supo discernir si era de alegría o de tristeza.

© Alejandro Frías