martes, 22 de febrero de 2022

Esperarte,

como si fuera cierto que estuviera aguardando tu llegada

desde el inhabitable rincón que tengo reservado

en ese oscuro bar de carretera sucia y polvorienta.

¡Qué traidora, qué puta, qué indolente,

qué exenta de argumentos, de razones

la esperanza!


Atrapado en el ingrávido abismo donde los granos de arena penden silenciosos,

cementerio ancestral de interrogantes,

allí donde el tiempo esculpe impasible sus volutas de humo

y vierte su húmedo lamento el cielo anaranjado,

la nicotina que se adhiere inexorable a mis raíces.

¡Qué pérfida, qué ingrata,

la soledad que me acompaña!

 

Luego la frágil e inquieta conjetura deriva en espejismo verde

y la agrietada cornisa de la duda se desploma,

la esquina se inclina reverente

y se pasea la tarde, súbitamente anochecida,

... tus cabellos encendidos con su séquito de insectos voladores.


Entre la ilusión y la certeza

no existe nada más que el destello fugaz de una mirada.


© Alejandro Frías

jueves, 18 de octubre de 2018

Otoño


Los pies descalzos,
el cabello enmarañado,
la piel desnuda y mortal, resquebrajada,
sin esa pátina de soles y de estrellas,
... por la sutura inconclusa se atisba un sueño verde,
un espejismo de lujuria adolescente.


Efímera la tarde,
apenas un gemido...

Otoño.

Es el árbol desnudo
como un cadáver
y le cuentan historias
las hojas secas,
de soledades.

© Alejandro Frías

sábado, 22 de septiembre de 2018

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ganador X Certamen de Novela «Ciudad De Almería» . . . . . . . . . . . . .


      
                                                                             Capítulo I


 He de decir, a modo de preámbulo, que mi nombre es Kieran, nombre que, según me hizo saber un hombre ilustrado con quien llegué a mantener cierta relación hace unos años, significa negro, oscuro de piel. Siendo así, probablemente ese nombre me fue dado debido al color de mis cabellos. O puede que solo fuera merced al ambiente tenebroso que imperaba en la celda en que crecí. Lo cierto es que ese es el nombre que mis tres madres eligieron para mí. Una de ellas era Doreen, mi verdadera madre biológica; y las otras dos, a quienes yo llamaba tía Julia y tía Margaret, eran sus compañeras de celda. Las tres se ocuparon por igual, no de mi educación, pues eso era algo de lo que ellas mismas carecían, pero sí de velar por mí con la misma dedicación que cualquier madre habría puesto en el cuidado de su hijo. A las tres les estoy agradecido, ya que sin la tutela de cada una de ellas difícilmente habría llegado a ser el hombre que ahora soy.



   Asimismo, debo añadir que a día de hoy tengo la edad de veintisiete años y que si la salud y la buena fortuna me acompañan, aún deberían de faltarle muchas páginas a la serie de episodios que me dispongo a narrar. Cierto es que soy aún un hombre joven y que el hecho de querer dejar constancia por escrito de ciertos sucesos acaecidos durante tan breve biografía bien pudiera parecer pretencioso. Y sé que además no ha de faltar quien piense que tal propósito sobrepasa los límites de la osadía, mas solo un necio podría pensar que la edad de un hombre únicamente puede medirse por el tiempo que ha transcurrido desde su llegada a este mundo.



   Mi recuerdo más lejano se remonta a cuando tenía la edad de dos años. Sentada sobre el frío lecho, tía Margaret me acunaba en su regazo mientras entonaba una dulce canción cuyo estribillo hablaba de dioses benévolos y estrellas fugaces. Dioses que jamás llegué a conocer y estrellas, fugaces o no, que tuve la oportunidad de contemplar por vez primera cuando ya mi niñez se había desgajado de mí del mismo modo que el barro se disuelve sobre la piel bajo la intensidad de un aguacero.

   Pero no fue, la contemplación de un cielo estrellado, el único prodigio de que se vieron privados mis ojos durante mis primeros años de vida. Años que transcurrieron entre tinieblas, como si esos dioses ignotos hubiesen desplegado ante mí una densa cortina y esta me hubiese impedido percibir las formas y colores de todo cuanto había al otro lado, más allá de los muros de la celda que me vio nacer.

   Tuve una infancia sin dioses en quienes depositar la más leve esperanza, ni astros luminosos que acompañaran mis días al amparo de su luz y su calor, y sin otro horizonte que el del ambiente sombrío que se respiraba en la mazmorra. Una infancia sin árboles, ni ríos, ni montañas. Infancia durante la cual jamás pude contemplar los campos de amapolas que hay a las afueras de la ciudad de Meerway, ni tampoco las vastas alamedas de la zona más occidental del bosque de Grimwood. Ni las extensas praderas que hay en el norte de la baronía de Osttenburg, a los pies de la villa de Northinch, cuyas torres desgarran sus cielos grises y parecen custodiar a los grandes rebaños de cabras y de ovejas que pacen por doquier al otro lado de sus murallas. Nada más allá de la perpetua oscuridad de la mazmorra, del regazo de tía Margaret y de aquella dulce melodía flotando en el ambiente maloliente y húmedo de la celda, reptando por entre las grietas de sus muros de piedra y usurpándole a la noche su funesto silencio.

   A veces, desde sus respectivos camastros, mi madre y tía Julia unían sus voces a la de la propia tía Margaret y juntas componían un coro cuyo eco se propagaba más allá de la celda y recorría las galerías de piedra, desatando los vientos de la nostalgia en la memoria de aquellos que permanecían recluidos en las celdas adyacentes. En ocasiones, ese mismo eco nos devolvía además un rumor que parecía proceder de algunas de esas celdas, algo parecido a un murmullo, susurrado por aquellos que habían sumado su voz a la de los tristes acordes que emanaban de la nuestra. Llegaba a nuestros oídos como un canto lejano, una protesta inútil que parecía querer reivindicar el sueño nunca desechado de recuperar la libertad que un día les había sido arrebatada.

   Tía Margaret me acunaba en su regazo y cantaba, sepultando mi cuerpo menudo bajo sus enormes ubres de vaca, proporcionándome toda la seguridad y el calor de que carecía el ambiente húmedo de la celda. Yo era aún demasiado joven para comprender el significado de las palabras que brotaban de sus labios, pero el tono dulce de su voz me apaciguaba y me arrastraba hacia el sueño como arrastra la corriente un pedazo de madera flotando en un río de aguas torrenciales. Era una mujer obesa, de piernas y brazos rollizos. Tenía unos grandes ojos negros y una abundante cabellera ondulada de ese mismo color.

   Tiempo atrás, cuando era niña y aún gozaba de la libertad, su madre se ganaba la vida ejerciendo como curandera en la pequeña ciudad de Stromheld, donde vivían, hasta que cierto día fue acusada de hechicería por la Inquisición, denuncia que finalmente acabó por dar con sus huesos en la hoguera. Ese mismo día tía Margaret fue recluida en las mazmorras de la prisión de Meerway, condenada a pasar en una celda el resto de sus días, ya que según los tribunales eclesiásticos, cualquier descendiente directo de todo aquel que hubiere sido hallado culpable de llevar a cabo prácticas de brujería o hechicería, era también portador de sus mismos instintos malignos, susceptible por tanto de reincidir en sus mismos hábitos perniciosos, por lo que debía ser igualmente contemplado como hereje y por consiguiente, castigado como tal.

   Pero no había nada en su actitud ni en su conducta susceptible de inducir a nadie a pensar que tía Margaret fuese una mujer perversa. Y menos aún acreedora de la condena a que fue sentenciada. Era una mujer dulce y afectuosa, que siempre estaba de buen humor, a pesar de las penalidades que sufríamos en nuestra reclusión y de la que jamás llegué a escuchar, en todos los años que compartimos en aquella celda, una sola queja concerniente a su condición de reclusa. Jamás dejó escapar un lamento, ni la más leve protesta que hiciera alusión a la suerte que le había tocado vivir.


   Otras veces, el papel de madre era desempeñado por tía Julia y era ella quien se encargaba de transportarme a los brazos de Morfeo. A diferencia de tía Margaret, tía Julia era delgada, tanto que mientras me arrullaba yo podía escuchar los latidos de su corazón: un eco acompasado y monótono que parecía marcar el ritmo de la melodía que escapaba de sus labios, como el cadencioso tan tan de un tambor que estuviera alojado en su pecho. No tenía los brazos rollizos de tía Margaret, ni poseía sus colosales ubres, ni el olor a la par dulce y agrio que emanaba de su piel, pero yo notaba su calor por igual. Era una mujer optimista por naturaleza, que nunca se rendía ante la adversidad y que siempre trataba de hacer cuanto estuviera en su mano para que los demás tampoco lo hicieran. También era sumamente locuaz, parlanchina y dicharachera y muy a menudo deslenguada, como correspondía a alguien que había crecido en el arroyo. No había sido sentenciada de por vida, como mi madre o tía Margaret y la duración de su condena se reducía a un número indeterminado de años, número que dependía de algo tan ambiguo como su comportamiento en prisión o la buena disposición del juez que la había condenado.

   Antes de ingresar en prisión, cuando era una mujer libre, se ganaba la vida ejerciendo como meretriz en uno de los burdeles de la ciudad de Meerway. Sus clientes más habituales solían ser hombres de baja ralea que acudían al burdel en busca de un poco de consuelo con que compensar las penurias de sus míseras existencias. Entre ellos se contaban campesinos, mercaderes, soldados, mercenarios y todo tipo de delincuentes de poca monta. Pero de tanto en tanto acudía también al burdel algún que otro hombre distinguido: un médico, un arquitecto o un caballero. Y a veces también un noble o algún personaje ilustre de la corte. Fue uno de estos últimos quien puso la denuncia por la cual acabaría poco después recluida en las mazmorras de la prisión de Meerway.

   El personaje en cuestión era un noble emparentado con el propio conde de Meerlan, que aquel día estaba de paso por la ciudad y tuvo a bien visitar uno de sus burdeles, para animarse después a subir a uno de sus aposentos a fin de desfogarse con alguna de las meretrices que ejercían en él. Quiso el destino que los caminos de ese hombre y de tía Julia se cruzaran esa noche. Y quiso también que él cayera en un profundo sueño tras haber consumado el intercambio carnal. Llevada por la codicia, tía Julia sustrajo la bolsa del jubón que descansaba a los pies de la cama, examinó su contenido, repleto de monedas de oro y plata y decidió apropiarse de él, para salir después huyendo furtivamente del burdel.

   Mas no llegó muy lejos, ya que al día siguiente sería arrestada cuando abandonaba la ciudad a lomos de una vieja mula. El hombre que la denunció, el mismo con quien había yacido la noche anterior, la reconoció ante la Justicia y se ocupó personalmente de que fuera condenada a una pena proporcional al crimen que había cometido.


   Mi madre, Doreen, también era culpable del delito por el cual había sido recluida. Antes de ingresar en prisión, ella y mi padre, a quien no tuve la dicha de conocer, vivían en una pequeña granja situada a las afueras de la Vega de Kirich, no demasiado lejos del castillo de Sonneland, en la baronía de Osttenburg. Mi madre se ocupaba de los quehaceres más sencillos de la granja, como el de dar de comer a los animales o limpiar los estercoleros, así como de realizar las tareas domésticas propias de su condición de esposa. Mi padre, por su parte, se levantaba con los primeros rayos de sol y luego se dirigía al pequeño huerto que poseían en las inmediaciones de la granja, de donde no regresaba hasta la hora del almuerzo.

   Un día de finales de verano, cuando ya los manzanos habían decorado sus ramas con los primeros frutos, se presentó en la granja, a lomos de un caballo, un emisario que venía del castillo de Meerlan y que afirmaba ser portador de un mensaje cuyo destinatario era el propio barón de Osttenburg.

   Mi madre, que en ese momento estaba dando de comer a los cerdos, lo vio acercarse desde el vano de la puerta de la porqueriza. El día era extremadamente caluroso y tanto el hombre como su montura venían cubiertos de sudor y polvo del camino. Tras un breve intercambio de palabras, mi madre entró en la casa y poco después reapareció trayendo una jarra entre las manos, que luego llenó de agua en el pozo que había en la parte trasera. El hombre bebió con avidez y luego se llevó la mano a la cabeza, agradeciendo con ese gesto el favor que ella le había otorgado.

   Sin más dilación, el desconocido subió de nuevo a su caballo y mi madre permaneció un momento junto a la puerta de la casa, observando cómo se alejaba por el camino que serpenteaba hacia el norte en dirección al castillo. Poco después volvió a entrar en la casa, depositó la jarra sobre un viejo estante de madera y se puso a ordenar unas vasijas que había sobre él.

   En eso estaba cuando de repente escuchó el sonido de unos pasos a su espalda. Sobresaltada, dejó caer al suelo la vasija que tenía entre las manos, y antes de que pudiera reaccionar se encontró cara a cara con el mismo hombre a quien poco antes había dado de beber. Sus miradas se cruzaron apenas un instante, veloz como un parpadeo y vertiginoso como un salto al vacío, pero suficiente para que ella advirtiera el arrebato del deseo reflejado en sus ojos. Había, en esa mirada, una espiral de fuego colmada de violencia y de lujuria. Y presintió, además, que nada lo haría detenerse, que suplicar no serviría de nada y que nadie podría disuadirlo de cometer el crimen que lo había llevado a volver a la granja.

   Mi padre estaba recogiendo unas manzanas cuando vio al jinete cruzar los límites de la granja. Al principio, supuso que se trataba de alguien que debía de dirigirse a la Vega de Kirich, o quizá al castillo de Sonneland. Pensó que tal vez se habría extraviado, como ya había ocurrido en más de una ocasión y que lo más probable era que hubiese entrado en su propiedad con objeto de preguntar por la ubicación de alguno de los caminos que conducían a uno de esos lugares, así que continuó con lo que estaba haciendo y no le prestó más atención.

   Luego lo vio alejarse y poco después volvió a verlo aparecer por el camino, hecho que esta vez sí despertó en él cierta curiosidad. Tal vez Doreen le había dado alguna información errónea, pensó, o quizá simplemente no hubiera sabido explicarse. Así que depositó al pie de un árbol el cesto con las manzanas que había recogido y se encaminó hacia la casa, dispuesto a contestar a cuantas preguntas tuviera a bien hacerle aquel desconocido.

   Lo primero que advirtió, una vez que hubo entrado en la vivienda, fueron los gritos de terror. Gritos que procedían de la parte trasera y que lo alarmaron de tal modo que se dirigió hacia allí precipitadamente. Mi madre se hallaba tendida en el suelo, forcejeando con aquel desconocido, que estaba inclinado sobre ella, con una mano reptando bajo sus ropas y la otra cerrada alrededor de su garganta. Poseído por la furia, se abalanzó sobre él para tratar de reducirlo. El desconocido se desentendió de mi madre y se encaró con él, lo cual desencadenó un enfrentamiento entre ambos. Mi padre era un hombre fuerte, acostumbrado a los rigores del trabajo en el campo, pero el forastero era un hombre de armas, diestro en el manejo de estas y entrenado para el combate, lo cual le otorgaba una gran ventaja. Aun así, hubo un momento en que consiguió derribarlo y en el que a punto estuvo de someterlo, algo que probablemente habría sucedido si no hubiese sido porque inmediatamente tras ese lance, el forastero, viéndose acorralado, desenfundó su espada y le atravesó con ella el pecho. Mi padre se desplomó herido de muerte.

   Mi madre, que había presenciado horrorizada el sangriento desenlace, se arrojó a sus pies para ver cómo se le escapa el último aliento. Y presa de la ira, saltó como un resorte y tras arrebatarle a su asesino la espada de las manos, le asestó una estocada que acabó con su vida.

   Hubieron de pasar muchos días antes de que mi madre hiciera acopio del coraje necesario para relatarme parte de esos hechos. Días que se sucedían inexorablemente entre las cuatro paredes de la celda, mientras el aire húmedo y frío penetraba en nuestros huesos y hacía estragos en sus articulaciones. Días carentes de esperanza, en los que no había nada que hacer. Nada que no fuera dejar transcurrir el tiempo, mientras tía Margaret o tía Julia, y a veces también mi propia madre, se entregaban al recuerdo de una existencia vivida en otro lugar y en otra época, lejos de las tinieblas que envolvían la mazmorra. A veces, alguna de ellas se deleitaba rememorando algún suceso del pasado o alguna simple anécdota, mientras las otras dos asentían y suspiraban, trasladándose a su vez en el tiempo hacia los rescoldos de lo que habían sido sus vidas antes de ingresar en la prisión. Otras veces, fantaseaban imaginando en voz alta el tipo de cosas que habrían podido estar haciendo en ese mismo momento, siempre y cuando el destino hubiese obrado en sus vidas de modo diferente. Yo escuchaba todo cuanto ellas decían lleno de curiosidad, con las orejas bien abiertas y la mente en ebullición, aunque a veces mi mente infantil no era capaz de seguir el rumbo de la conversación.

   Después, cuando caía la noche –otra de esas palabras cuyo significado ignoraba, ya que nunca había visto un amanecer o una puesta de sol-, una de ellas me acunaba en su regazo y cantaba, mientras las otras dos la secundaban, veladas por la luz y el calor de la antorcha, bosquejando en sus corazones una ilusión transitoria, obnubilando sus mentes y dibujando en ellas la imagen ficticia de un hogar.

   Pero huelga decir que las condiciones en las que malvivíamos en aquella celda distaban mucho de semejarse a las comodidades y el calor proporcionados por un verdadero hogar. La mazmorra en que estábamos recluidos estaba compuesta de una serie de intrincadas galerías subterráneas que se extendían por el subsuelo de la ciudad de Meerway. Las celdas de las mujeres, en una de las cuales transcurrieron los primeros diez años de mi existencia, eran las que se hallaban en las galerías más próximas a la entrada de la mazmorra; estando ubicadas, las de los hombres, en el lugar más alejado de esta. Eran espacios reducidos, de apenas unos pocos pasos entre una pared y otra, separadas de la galería por una reja compuesta de gruesos barrotes de hierro. En su interior no había ninguna clase de mobiliario, a excepción de unos lechos de piedra destinados al descanso de los presos y cubiertos con un poco de paja a modo de jergón. En un rincón había un pequeño orificio en el suelo que hacía las veces de letrina y sujeta a una argolla de hierro en la pared, una antorcha iluminaba las tinieblas y dotaba de algo de calor al ambiente de desolación que predominaba en la celda.

   En una de esas celdas nací yo, siete meses y catorce días después de que mi madre fuera encerrada en ella de por vida. Y vine al mundo sin verter una lágrima, sin una sola protesta, ignorante a todo cuanto el destino tenía deparado para mí.

   Fue un parto fácil, presenciado únicamente por las compañeras de celda de mi madre, tía Julia y tía Margaret, quienes la asistieron durante el transcurso del mismo. Lo primero que vieron mis ojos tras abandonar la seguridad y el calor del vientre materno, fue la sonrisa afable de tía Margaret, quien inmediatamente después de tomarme en sus brazos, me asió por las axilas y acercó mi cuerpo menudo a la luz de la antorcha.

   -¡Es un niño! –exclamó con una sonrisa que nadie, ni mi madre ni tía Julia, ni mucho menos mi mente de recién nacido, supo discernir si era de alegría o de tristeza.

© Alejandro Frías

martes, 12 de noviembre de 2013

El hechizo de Marleen. Capítulo I.

   Ya habían comenzado a caer las primeras sombras de la noche cuando un jinete, envuelto en una capa negra y con el rostro cubierto por una capucha, llegó hasta las inmediaciones de una cabaña que había levantada en un claro, en lo más profundo de la parte oriental del Bosque de Grimwood. Grimwood era un bosque frondoso, prácticamente impenetrable en esa zona, y algo más ralo y también menos asilvestrado en el otro extremo, donde los álamos proliferaban con tal sentido de la geometría que más bien parecía que Dios hubiera puesto a trabajar allí las manos de sus más talentosos jardineros. Pero en la parte oriental, aquella que los rayos del sol inundaban antes que ninguna otra zona del bosque, las tinieblas se asentaban con la velocidad de un corazón desbocado y la tarde caía con igual premura. A esas horas, el silencio se transformaba en una algarabía de grillos, búhos, lobos y una gran variedad de sonidos misteriosos producidos por toda clase de alimañas y animales salvajes. Las extensas alamedas se extinguían y daban paso a un amplio abanico de otros tipos de árboles, como eucaliptos, sauces, pinos, castaños, hayas y robles; y los arbustos, las flores y los hongos crecían en cualquier resquicio en el que una forma de vida vegetal fuera capaz de germinar. Allí, la naturaleza había progresado de forma tan caótica como ordenada en la parte occidental del mismo bosque. Los arbustos espinosos competían por un mismo espacio con las rosas más fragantes; y las plantas cuyas bayas contenían el veneno más mortífero se dejaban abrazar por los tallos de las cándidas margaritas o las amapolas.

   El jinete aminoró la marcha y detuvo su corcel en el linde del claro del bosque, a tan sólo unos pasos de la vieja cabaña de madera. El animal relinchó inquieto y su amo le acarició el hocico para tranquilizarlo.

   -A mí tampoco me gusta este lugar -le dijo en un susurro.

   Y no era el único. Durante muchas generaciones, esa parte del bosque había dado lugar a las historias más terribles y estremecedoras. Se decía que el mismo Satanás había hecho de esa zona del bosque su morada en la Tierra. Aunque, en todo caso, no eran las almas de los pecadores lo que el Príncipe de las Tinieblas estaba interesado en arrebatarle a cualquier insensato que tuviera la audacia de adentrarse allí. Leyenda o no, las historias de cuerpos de seres humanos y animales mutilados estaban en boca de los habitantes de las dos comarcas colindantes: la Baronía de Osttenburg, al norte, y el Condado de Meerlan, al sur. Se hablaba de hombres, mujeres y niños que habían sido despellejados vivos y su carne consumida por el voraz e insaciable apetito de horribles criaturas. Se habían encontrado esqueletos tan destrozados como si una jauría de cerdos salvajes les hubieran devorado las entrañas; tan huérfanos de carne como si los cuervos y los insectos carroñeros se hubieran dado un festín del que no habían dejado el menor rastro de vida.

   El encapuchado ató las riendas de su caballo al tronco de un roble y atravesó el claro de bosque con paso decidido. El rápido e inexorable avance de las sombras hizo que su silueta se perdiera en ellas mientras se dirigía a la vieja cabaña de madera. Justo antes de alcanzar la puerta escuchó el aullido de un lobo y su corcel volvió a relinchar asustado. Sin detenerse, el encapuchado empujó la puerta y penetró en el interior de la cabaña.

   Dentro estaba casi tan oscuro como afuera, a excepción del extremo opuesto de la habitación, donde unas ramas secas ardían en el hogar de piedra de una chimenea y unas grandes lenguas de fuego lamían una marmita de hierro que había depositada sobre la leña. Una anciana, vestida con un tosco vestido negro de lana, estaba atizando el fuego con una barra herrumbrosa y grasienta.

   -Sólo falta añadirle un ingrediente –dijo sin volverse hacia él. Tomó un ramillete de tallos verdes con manchas de color púrpura de un estante de madera que había junto a la chimenea y comenzó a deshojarlos. Después, introdujo algo en un mortero de piedra y se puso a machacarlo con la misma barra con que antes había atizado el fuego-: El perejil lobuno –explicó. Vació el contenido del mortero en la marmita de hierro y luego añadió los tallos a la mezcla. Un desagradable olor a orina comenzó a flotar en el aire.

   El encapuchado la vio realizar la operación mostrándose impasible, aunque no tanto como para no dejar de torcer levemente las comisuras de los labios en un gesto parecido a una sonrisa. «¡Vieja zorra repugnante!», exclamó para sí.

   -¿Sufrirá? –preguntó después, mientras la anciana removía el contenido de la marmita.

   La anciana no contestó. Ni siquiera le había dirigido una mirada desde que había entrado en la estancia. El encapuchado no se sintió ofendido por ello, sino que más bien lo consideró algo así como un acto de deferencia hacia él, ya que la anciana tenía un rostro verdaderamente repulsivo. Tanto el párpado superior de su ojo izquierdo como la mejilla de ese mismo lado de la cara estaban cubiertos de unas infectas verrugas negruzcas, tan grandes que le impedían abrir el ojo. Su boca carecía de dientes, a excepción de los incisivos centrales superiores, y tenía los labios sumamente delgados. Su nariz era grande y prominente, al igual que la barbilla, que estaba además arqueada hacia fuera. Unos mugrientos cabellos de color ceniza le caían serpenteantes sobre los hombros. Era extremadamente delgada y caminaba encorvada, lo cual realzaba el modo en que los omóplatos le sobresalían bajo los hombros, como dos pequeñas jorobas acabadas en punta de lanza.

   Cogió un cazo que había colgado sobre la chimenea y lo introdujo en la marmita. Después se lo llevó a la boca y probó el contenido.

   El encapuchado se removió un tanto inquieto e instintivamente se llevó la mano a la empuñadura de su espada, que permanecía oculta bajo su capa negra.

   -En dosis pequeñas –dijo la anciana-, la muerte puede tardar varias semanas en sobrevenir, pero una cantidad similar al contenido de este cazo la dejará sin aliento antes del canto del gallo –hizo una pausa y añadió-: De un modo u otro sufrirá.

   El encapuchado avanzó un par de pasos hacia ella y extrajo de debajo de su capa una pequeña bolsa de cuero. Contó unas monedas, que extrajo a su vez del interior de la bolsa, y las depositó sobre una pequeña mesa de madera que había cerca de la chimenea.

   -Veinte monedas de plata –señaló con una ligera inflexión de voz. Era un hombre de una extraordinaria sangre fría, pero aquella bruja lo inquietaba sobremanera. Había algo en ella que hacía que no pudiera dejar de mantener la guardia. No era el carácter siniestro y repelente de su fisonomía; ni siquiera la temeridad de que hacía gala al tratar asuntos relacionados con la muerte. Era como si su sola presencia estuviera envuelta en un halo invisible, pero terriblemente amenazador.

   Su nombre era Marleen. Llevaba allí, morando en su cabaña en lo más profundo del bosque, desde antes de lo que cualquiera de los habitantes de las dos comarcas pudiera recordar. Su madre había vivido entre la gente en una casa en las afueras de la ciudad de Stromheld, al nordeste del Condado de Meerlan, hasta que fue acusada de cometer actos de brujería y quemada viva en la hoguera. Pero eso acaso no eran más que leyendas que circulaban de boca en boca entre los habitantes de las dos comarcas, ya que no había nadie que pudiera afirmar haber sido testigo de tales acontecimientos. En las mismas leyendas se decía que Marleen, tras la muerte de su madre, había huido al bosque siendo una niña de apenas cuatro años de edad; y que había conseguido sobrevivir gracias a los cuidados que le proporcionaron unos seres demoníacos procedentes del averno. Los mismos demonios de quien se decía que habían cohabitado con sus antepasados.

   -Habíamos acordado veinticinco –dijo Marleen mirando a la cara al encapuchado.

   Él enfrentó la mirada de la bruja sin perder su aplomo, aunque volvió a deslizar la mano hasta la empuñadura de su espada.

   -También habíamos dado por sentado que no sufriría –dijo en actitud desafiante.

   Ayudándose del cazo con que había probado el contenido de la marmita, Marleen llenó un recipiente de barro con el mismo brebaje y se lo tendió.

   -Sufrirá –volvió a decir, lanzándole una penetrante mirada con su ojo derecho.

   El encapuchado tomó el recipiente de barro de manos de la bruja y salió al exterior. La noche cerrada lo envolvió como una cortina negra y pegajosa. Atravesó el claro de bosque con paso firme y presuroso, y al llegar junto a su caballo desató las riendas del animal del roble al que lo había dejado amarrado. Se subió a él y espoleó su grupa enérgicamente. Un sudor frío humedeció sus sienes mientras se internaba al galope en lo más profundo del Bosque de Grimwood.

© Alejandro Frías

jueves, 21 de junio de 2012

La sinrazón de la rutina

   Repitiendo una secuencia inconclusa, mis pies me llevan de nuevo hacia la playa; hacia esa ninguna parte de la playa por donde voy arrojando mi lastre de espadas y serpientes.

   El cielo se ha vestido de un gris oscuro amenazante; parece los zapatos de un ejecutivo sin escrúpulos dispuesto a limpiar toda la mugre de sus suelas sobre mis hombros cansados. Aunque se desatara una tormenta homicida, no encontraría a nadie a quién pedir ayuda. He llegado a la conclusión de que no hay nadie lo suficientemente generoso como para poner un parche de esperanza sobre alguna de las muchas grietas que hay repartidas entre las encrucijadas de mi corazón. La esperanza es una bella durmiente; y no hay nadie cuyos labios tengan el poder de transformar la utopía en un atisbo de realidad. El beso que pudiera propiciar ese cambio de estado lleva consigo la dosis suficiente de veneno como para hacer que ese despertar tuviera carácter retroactivo. Es un beso de lodo. Un beso amargo, emanado de unos labios tatuados con el símbolo del dólar.

© Alejandro Frías

martes, 31 de enero de 2012

Buenandanza

   Subimos a una barca sobre la que la luz de la luna ha escrito la palabra "Buenandanza", y me tiendo a lo largo de esa idea mientras Ian se coge a los remos. Poco a poco, las luces de la costa se convierten en algo tan extraño, tan ajeno como esas otras que, con leves temblores, parecen querer desafiarnos desde el ininteligible rostro del cielo. Me acuna el chapoteo producido por los remos al desgarrar la piel del agua y el silencio de Ian me acompaña. Los labios de mi estrella favorita me rozan los cabellos. Me dejo amamantar por los henchidos pechos de Selene. 

   Y vuelvo a ser otra vez el hombre que sueña y pregunta, tal vez el pobre, inválido animal tachado de alimaña; el loco que orina sobre la libreta de ahorros; el niño perverso que pregunta a las estrellas, paria y peligroso, incapaz de resolver el crucigrama de su vida.

© Alejandro Frías