Repitiendo una secuencia inconclusa, mis pies me llevan de nuevo hacia la playa; hacia esa ninguna parte de la playa por donde voy arrojando mi lastre de espadas y serpientes.
El cielo se ha vestido de un gris oscuro amenazante; parece los zapatos de un ejecutivo sin escrúpulos dispuesto a limpiar toda la mugre de sus suelas sobre mis hombros cansados. Aunque se desatara una tormenta homicida, no encontraría a nadie a quién pedir ayuda. He llegado a la conclusión de que no hay nadie lo suficientemente generoso como para poner un parche de esperanza sobre alguna de las muchas grietas que hay repartidas entre las encrucijadas de mi corazón. La esperanza es una bella durmiente; y no hay nadie cuyos labios tengan el poder de transformar la utopía en un atisbo de realidad. El beso que pudiera propiciar ese cambio de estado lleva consigo la dosis suficiente de veneno como para hacer que ese despertar tuviera carácter retroactivo. Es un beso de lodo. Un beso amargo, emanado de unos labios tatuados con el símbolo del dólar.
© Alejandro Frías
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