He pedido un café y voy a largarme sin pagarlo. Es más, ni siquiera voy a tomármelo, y tampoco voy a esperar a que me lo sirvan.
El sol brilla en su lecho de parque de atracciones, en ese tobogán que ha fecundado las mil y una injusticias. ¡Viva el sol! ¡Agradecedle, hijos de la tierra, corbatas sin cabeza, agradecedle su luz y su calor, porque gracias a él podéis seguir pisando los hombros de los negros y de los comanches, los cuellos invisibles, insensibles, de la clase trabajadora y de las cucarachas con cojones "made in Japan"! ¡Oh, dios Sol, yo te alabo! Te envío mis oraciones y mis ruegos, mi pecho de enano y mi locura. Caliéntame los huesos y sígueme engañando, y no permitas que nadie, ni amigo ni enemigo, ni hombre ni mujer, comprenda que soy un esclavo, un insecto que ha olvidado su destino y su pasado; un gusano a quien los otros gusanos le impiden convertirse en mariposa.
Me alejo del café volando, desplegando unas alas de colores llamativos, dejando en el aire una sensación de lluvia de escamas, y el camarero me grita con el café en la mano, me señala con el dedo y pronuncia palabras incomprensibles, pero yo estoy muy por encima de su ira, muy por encima de los terrados de los hoteles para turistas. Lo miro desde esta altura de escalones de algodón y le arrojo una moneda de euro, y la clientela del bar me mira a su vez con ojos de insecto sin mandíbulas, con cara de adoquín sin dimensiones.
Planeo sobre la playa y el espectáculo que veo es un cuadro soñado por Picasso. No entiendo nada. No tengo talento suficiente. Me falta genio, sangre, delirio. Gente tostándose, toallas, pieles de naranjas, quioscos de helados, coches aparcados, abrelatas, relojes adelantados, sostenes en desuso, dentaduras sucias, sonrisas sucias, rostros blasfemos, pechos arrodillados... Planeo sobre ellos y les arrojo cheques al portador, inmaculados cheques de vida que el miedo y la desconfianza, la cobardía y la resignación les impide recoger. Hago un par de piruetas en el aire. Ensayo el tirabuzón, el rulo, el descenso en picado, y me aplauden con las cejas mientras utilizan las manos para limpiarse el culo, los pantalones, los bañadores sucios.
Planeo sobre la playa y sobre el agua, y me detengo a echar una meada sobre la ola de Colón. Maldigo a las sirenas tristes y almuerzo lágrimas humanas sentado a la mesa del rey de los delfines. Planeo sobre las islas y mis alas me leen Historia y Geografía. Hago una escala en la capital, el tiempo suficiente de escupir a la cara del Gobierno, de los jueces y los burócratas, de los esclavos y los hipócritas, y sigo mi viaje hacia otros lares, otras épocas, otras edades, y encuentro a Caín llorando la pérdida de Abel en su lecho de muerte, besándolo en los labios, cambiando la Historia en una vaharada de cerilla. Me arranco las plumas y reclamo el invento de la rueda. Y entonces lloro. Me abrazo a Caín y lloro. Los dos lloramos, y veo en sus lágrimas que el hombre de los mil árboles no existe, que ha sido muerto escarbando en el útero del Padre Dios; que ha habido un error de Cálculo, un paro cardíaco en la vagina de la Humanidad.
Cuando vuelvo a pisar tierra firme se han secado mis lágrimas. Mi corazón está sereno, mi hambre mitigada. Soy el zombi que ha equivocado el lugar donde se encuentra el cementerio, el hombre que se aburre bajo el árbol caduco. Camino desnudo por la acera y me voy a buscar un batido de vainilla...
© Alejandro Frías