Ya habían comenzado a caer las primeras sombras de la noche cuando un jinete, envuelto en una capa negra y con el rostro cubierto por una capucha, llegó hasta las inmediaciones de una cabaña que había levantada en un claro, en lo más profundo de la parte oriental del Bosque de Grimwood. Grimwood era un bosque frondoso, prácticamente impenetrable en esa zona, y algo más ralo y también menos asilvestrado en el otro extremo, donde los álamos proliferaban con tal sentido de la geometría que más bien parecía que Dios hubiera puesto a trabajar allí las manos de sus más talentosos jardineros. Pero en la parte oriental, aquella que los rayos del sol inundaban antes que ninguna otra zona del bosque, las tinieblas se asentaban con la velocidad de un corazón desbocado y la tarde caía con igual premura. A esas horas, el silencio se transformaba en una algarabía de grillos, búhos, lobos y una gran variedad de sonidos misteriosos producidos por toda clase de alimañas y animales salvajes. Las extensas alamedas se extinguían y daban paso a un amplio abanico de otros tipos de árboles, como eucaliptos, sauces, pinos, castaños, hayas y robles; y los arbustos, las flores y los hongos crecían en cualquier resquicio en el que una forma de vida vegetal fuera capaz de germinar. Allí, la naturaleza había progresado de forma tan caótica como ordenada en la parte occidental del mismo bosque. Los arbustos espinosos competían por un mismo espacio con las rosas más fragantes; y las plantas cuyas bayas contenían el veneno más mortífero se dejaban abrazar por los tallos de las cándidas margaritas o las amapolas.
El jinete aminoró la marcha y detuvo su corcel en el linde del claro del bosque, a tan sólo unos pasos de la vieja cabaña de madera. El animal relinchó inquieto y su amo le acarició el hocico para tranquilizarlo.
-A mí tampoco me gusta este lugar -le dijo en un susurro.
Y no era el único. Durante muchas generaciones, esa parte del bosque había dado lugar a las historias más terribles y estremecedoras. Se decía que el mismo Satanás había hecho de esa zona del bosque su morada en la Tierra. Aunque, en todo caso, no eran las almas de los pecadores lo que el Príncipe de las Tinieblas estaba interesado en arrebatarle a cualquier insensato que tuviera la audacia de adentrarse allí. Leyenda o no, las historias de cuerpos de seres humanos y animales mutilados estaban en boca de los habitantes de las dos comarcas colindantes: la Baronía de Osttenburg, al norte, y el Condado de Meerlan, al sur. Se hablaba de hombres, mujeres y niños que habían sido despellejados vivos y su carne consumida por el voraz e insaciable apetito de horribles criaturas. Se habían encontrado esqueletos tan destrozados como si una jauría de cerdos salvajes les hubieran devorado las entrañas; tan huérfanos de carne como si los cuervos y los insectos carroñeros se hubieran dado un festín del que no habían dejado el menor rastro de vida.
El encapuchado ató las riendas de su caballo al tronco de un roble y atravesó el claro de bosque con paso decidido. El rápido e inexorable avance de las sombras hizo que su silueta se perdiera en ellas mientras se dirigía a la vieja cabaña de madera. Justo antes de alcanzar la puerta escuchó el aullido de un lobo y su corcel volvió a relinchar asustado. Sin detenerse, el encapuchado empujó la puerta y penetró en el interior de la cabaña.
Dentro estaba casi tan oscuro como afuera, a excepción del extremo opuesto de la habitación, donde unas ramas secas ardían en el hogar de piedra de una chimenea y unas grandes lenguas de fuego lamían una marmita de hierro que había depositada sobre la leña. Una anciana, vestida con un tosco vestido negro de lana, estaba atizando el fuego con una barra herrumbrosa y grasienta.
-Sólo falta añadirle un ingrediente –dijo sin volverse hacia él. Tomó un ramillete de tallos verdes con manchas de color púrpura de un estante de madera que había junto a la chimenea y comenzó a deshojarlos. Después, introdujo algo en un mortero de piedra y se puso a machacarlo con la misma barra con que antes había atizado el fuego-: El perejil lobuno –explicó. Vació el contenido del mortero en la marmita de hierro y luego añadió los tallos a la mezcla. Un desagradable olor a orina comenzó a flotar en el aire.
El encapuchado la vio realizar la operación mostrándose impasible, aunque no tanto como para no dejar de torcer levemente las comisuras de los labios en un gesto parecido a una sonrisa. «¡Vieja zorra repugnante!», exclamó para sí.
-¿Sufrirá? –preguntó después, mientras la anciana removía el contenido de la marmita.
La anciana no contestó. Ni siquiera le había dirigido una mirada desde que había entrado en la estancia. El encapuchado no se sintió ofendido por ello, sino que más bien lo consideró algo así como un acto de deferencia hacia él, ya que la anciana tenía un rostro verdaderamente repulsivo. Tanto el párpado superior de su ojo izquierdo como la mejilla de ese mismo lado de la cara estaban cubiertos de unas infectas verrugas negruzcas, tan grandes que le impedían abrir el ojo. Su boca carecía de dientes, a excepción de los incisivos centrales superiores, y tenía los labios sumamente delgados. Su nariz era grande y prominente, al igual que la barbilla, que estaba además arqueada hacia fuera. Unos mugrientos cabellos de color ceniza le caían serpenteantes sobre los hombros. Era extremadamente delgada y caminaba encorvada, lo cual realzaba el modo en que los omóplatos le sobresalían bajo los hombros, como dos pequeñas jorobas acabadas en punta de lanza.
Cogió un cazo que había colgado sobre la chimenea y lo introdujo en la marmita. Después se lo llevó a la boca y probó el contenido.
El encapuchado se removió un tanto inquieto e instintivamente se llevó la mano a la empuñadura de su espada, que permanecía oculta bajo su capa negra.
-En dosis pequeñas –dijo la anciana-, la muerte puede tardar varias semanas en sobrevenir, pero una cantidad similar al contenido de este cazo la dejará sin aliento antes del canto del gallo –hizo una pausa y añadió-: De un modo u otro sufrirá.
El encapuchado avanzó un par de pasos hacia ella y extrajo de debajo de su capa una pequeña bolsa de cuero. Contó unas monedas, que extrajo a su vez del interior de la bolsa, y las depositó sobre una pequeña mesa de madera que había cerca de la chimenea.
-Veinte monedas de plata –señaló con una ligera inflexión de voz. Era un hombre de una extraordinaria sangre fría, pero aquella bruja lo inquietaba sobremanera. Había algo en ella que hacía que no pudiera dejar de mantener la guardia. No era el carácter siniestro y repelente de su fisonomía; ni siquiera la temeridad de que hacía gala al tratar asuntos relacionados con la muerte. Era como si su sola presencia estuviera envuelta en un halo invisible, pero terriblemente amenazador.
Su nombre era Marleen. Llevaba allí, morando en su cabaña en lo más profundo del bosque, desde antes de lo que cualquiera de los habitantes de las dos comarcas pudiera recordar. Su madre había vivido entre la gente en una casa en las afueras de la ciudad de Stromheld, al nordeste del Condado de Meerlan, hasta que fue acusada de cometer actos de brujería y quemada viva en la hoguera. Pero eso acaso no eran más que leyendas que circulaban de boca en boca entre los habitantes de las dos comarcas, ya que no había nadie que pudiera afirmar haber sido testigo de tales acontecimientos. En las mismas leyendas se decía que Marleen, tras la muerte de su madre, había huido al bosque siendo una niña de apenas cuatro años de edad; y que había conseguido sobrevivir gracias a los cuidados que le proporcionaron unos seres demoníacos procedentes del averno. Los mismos demonios de quien se decía que habían cohabitado con sus antepasados.
-Habíamos acordado veinticinco –dijo Marleen mirando a la cara al encapuchado.
Él enfrentó la mirada de la bruja sin perder su aplomo, aunque volvió a deslizar la mano hasta la empuñadura de su espada.
-También habíamos dado por sentado que no sufriría –dijo en actitud desafiante.
Ayudándose del cazo con que había probado el contenido de la marmita, Marleen llenó un recipiente de barro con el mismo brebaje y se lo tendió.
-Sufrirá –volvió a decir, lanzándole una penetrante mirada con su ojo derecho.
El encapuchado tomó el recipiente de barro de manos de la bruja y salió al exterior. La noche cerrada lo envolvió como una cortina negra y pegajosa. Atravesó el claro de bosque con paso firme y presuroso, y al llegar junto a su caballo desató las riendas del animal del roble al que lo había dejado amarrado. Se subió a él y espoleó su grupa enérgicamente. Un sudor frío humedeció sus sienes mientras se internaba al galope en lo más profundo del Bosque de Grimwood.
© Alejandro Frías