Subimos a una barca sobre la que la luz de la luna ha escrito la palabra "Buenandanza", y me tiendo a lo largo de esa idea mientras Ian se coge a los remos. Poco a poco, las luces de la costa se convierten en algo tan extraño, tan ajeno como esas otras que, con leves temblores, parecen querer desafiarnos desde el ininteligible rostro del cielo. Me acuna el chapoteo producido por los remos al desgarrar la piel del agua y el silencio de Ian me acompaña. Los labios de mi estrella favorita me rozan los cabellos. Me dejo amamantar por los henchidos pechos de Selene.
Y vuelvo a ser otra vez el hombre que sueña y pregunta, tal vez el pobre, inválido animal tachado de alimaña; el loco que orina sobre la libreta de ahorros; el niño perverso que pregunta a las estrellas, paria y peligroso, incapaz de resolver el crucigrama de su vida.
© Alejandro Frías